Advierto que no me siento persona especialmente digna de atención,
desde luego no más que el resto de los mortales, que ya es mucho. No
obstante, venzo mi natural reserva y timidez con el deseo de que
otros, tan mortales e ignorantes como yo, logren superar los
prejuicios que sobre este tema reinan por doquier.
La cosa empezó hará unos seis o siete años, cuando de pronto me
encontré en una situación realmente embarazosa.
Había iniciado entonces la penosa y descomunal empresa de presentar
una tesis doctoral en el campo que por aquel tiempo me preocupaba. De
entrada, tenía que pasar, inevitablemente, por el calvario de los
créditos y de los cursos de Doctorado. Hasta ese momento, todos mis
escritos los había mecanografiado, y a veces convertido a formato
electrónico, mi querida y paciente hermana, experta por su profesión
en estas destrezas. Pero llegaba la hora de no agobiarla más con mis
impertinencias. Así es que, haciendo de tripas corazón, tomé la
decisión de adquirir un ordenador y aprender lo necesario para
realizar yo mismo ese tarea.
A ver si entendéis mi embarazo. Yo, desde siempre, con soberbia
inconsciente e ignorante, me había contado entre los defensores a
ultranza del mundo "antiguo", el mundo de los libros impresos y de las
cartas escritas a mano, de los encuentros íntimos y de las confesiones
a la luz de la luna; es decir, era uno de esos recalcitrantes enemigos
del universo de las nuevas tecnologías, que veían en ellas la
sublevación de lo maquinal frente a lo humano, del pensamiento frío y
superfluo frente a la reflexión profunda y sosegada, de la rigidez del
intercambio electrónico frente a la cálida conversación de los amigos
en el café o en el parque cercano.
Pero no quedaba remedio. Había que tolerar, a regañadientes, la
maléfica presencia del cerebro electrónico.
No relato aquí todas las vicisitudes de la primera compra: un PC
clónico (Pentium MMX de 166 MHz y 32 de RAM), que todavía conservo y
con el que a veces trabajo. Pero no puedo olvidar la risa contenida
del vendedor-instalador cuando, al tratar de explicarme todo eso de
las ventanas, observaba estupefacto cómo el puntero se me perdía sin
remedio ---¡ay, maldito roedor!--- más allá de los bordes de la
pantalla de 14 pulgadas; ni la cotidiana tortura del
A-A-A-Ñ-Ñ-Ñ-S-S-S-L-L-L del programa mecanográfico de turno; ni los
infinitos tochos del Windoze, Wordoze, Internoze para torpes que me
compré o saqué de la Biblioteca, sólo a veces divertidos gracias a la
---en ese caso desperdiciada--- inspiración de mi admirado Forges.
Y cómo no citar los rostros concentrados de los amigos "expertos",
que ya hacían sus pinitos con las hojas de cálculo o habían
descubierto la función ortográfica en el "Procesador de Textos" ---así
llamaban ellos, engolados, al programa que todos conocemos. O de
aquellos otros, aún más experimentados, que echaban de menos el
WordPerfect bajo MS-DOS de sus tiempos primeros, remotísimos.
Pero a mí plin, yo ya tenía suficiente con lo mío. Y me puse a la
tarea. Soy un hombre metódico y confeccioné un plan: primero, aprender
mecanografía; segundo, conocer hasta el detalle todas las funciones,
por muy intrincadas que fueran, del Word ése, que luego descubrí que
era también producto del celebérrimo empresario; tercero, conocer el
SO ---Windows95 pirata--- hasta donde pudiera; y, por fin, escribir,
imprimir y todo lo que en el fondo era el objetivo último de mis
obligaciones de doctorando.
Tengo que reconocer que al principio la cosa me gustó. Porque nunca
llegué a perder completamente el placer que de niño sentía por las
máquinas y por los artilugios que yo mismo ---según relato ajeno---
construía, con gomas, cartones y otras sustancias no tóxicas.
Pero el gusto pronto se tornó fastidio. El ordenador "se colgaba",
la impresora no imprimía, Internet era más lento que ir en bici hasta
Seattle.
---"Será algún virus." ---dijo alguno---, y todos asintieron.
---"¡Toma ya! ¿Y qué hay que hacer?"
---"Pues agenciarte el Panda. Pídelo en el curro y hazte una copia".
Como de costumbre, nadie me advirtió que con la copia el "fichero
de firmas" no se actualizaba. Era lo lógico: a comprar y a callar,
no había opción.
Pero ni aun con ésas, la cosa iba de mal en peor, por mucho que
desfragmentaba y desfragmentaba, por mucho que ejecutaba bajo MS-DOS
el ScanDisk aquél, y esperaba...
Y esperaba, esperando como espera el pringao al amigo o amiga, que
llega con una o dos horas de imprevisto retraso, o que no llega nunca,
porque tiene otro asunto importante que despachar primero ---"otro
pringao, ¡seguro!".
El colmo se produjo una tarde, en pleno y ardiente trabajo:
ejecución del corrector ortográfico sobre el texto recién acabado;
nuevo cuelgue; y al abrir el fichero de respaldo, que entonces ya
sabía ---preclaro de mí--- dónde estaba, el mensaje mortal: "Copia de
solo lectura del documento ??? (el que acababa de escribir)"; y cuando
cambio una coma y voy a guardarlo, la puntilla :"Acceso denegado: este documento es propiedad de Fulanito de Tal (esto es, yo)".
Y yo, desesperado, golpeando a la máquina infausta ---"¡Hijo puta
(con perdón), que soy yo!". Pero ni caso. Al final, el trabajo al
garete y a tener que pensarlo otra vez desde cero.
¡Ah, la esclavitud del hombre ante la máquina! ¡El chorreo de tiempo
y dinero del hombre ante la máquina!
No me explico cómo logré superar estos traumas, estos trances
terribles del bautismo informático. El caso es que, víctima de una
obcecación enfermiza, y ante otro mensajito indescifrable "error en
'DLL-lo-que-dios-sabe' en el 'módulo K-lo-que-ni-dios-sabe'", me
percaté, al hurgar en el sistema de ficheros, de que había muchos,
muchos archivos que no se podían leer de ningún modo, ni con NotePad
ni ochocuartos que valga, y que, además, era inútil intentarlo, porque
se trataba nada menos que de "binarios", según descubrí tras
profundísimas indagaciones.
No recuerdo cuánto tiempo pasó hasta que cayó en mis manos, gracias
a la revista informática que por entonces leía en el café del domingo,
una RedHat 5.x. La instalé, previa repartición del disco duro mediante
fips. Imagináos: adrenalina, a tope; pulso cardíaco, 120 como
mínimo,... Pero pasé la prueba con honores. ¡Por primera vez, tenía
Linux en mi ordenador!
Todo hay que decirlo, no me reconoció la tarjeta de sonido. Pero a
mí, ¿qué diablos me importaba la tarjeta de sonido? Tampoco el escáner
me preocupaba demasiado, porque ya ni lo enchufaba (total, con el OCR
---que para eso era el escáner--- tardaba más que mecanografiando el
texto, y ya me había habituado a no contar con él). Pero sí importaba
que internet fuera más rápido con ese módem externo que hacía poco
había adquirido. Y, por si fuera poco, con wine podía acceder desde
Linux a mi partición Windows y a sus programas, aunque esto último
llegase a ser innecesario, cuando, unos meses después, decidiera
desinstalar Windows por completo.
Al poco tiempo descubrí LyX y su filosofía. Los textos quedaban infinitamente mejor formateados, y sin hacer prácticamente ningún esfuerzo, salvo el de aprender el manejo del programa, lo cual no era difícil si se leía atentamente la documentación, gratis y completa, que venía con él.
Pronto me pasé a LaTeX puro y duro, pues tenía que introducir fragmentos y más fragmentos en griego politónico. Llevó algún tiempo y algunas pruebas. Pero funcionó como nunca hubiera creído posible.
A veces ---es cierto--- algún programa "se colgaba", pero se le
daba feliz muerte, y punto. De reiniciar, se acabó. Y, además, todo
era gratis y sin virus: a olvidarse de la piratería consentida por el
Monopolio y de la psicosis a la infección definitiva.
Disfruté con la consola, prácticamente no salía de ella: links
para la web, sin imágenes y a toda caña; emacs con auctex para
escribir mis documentos, mutt para el correo, etc. ¿Qué más quería? Tengo que reconocer ---si he de decir toda la verdad--- que la estética de la pantalla negra siempre me ha cautivado. Pero también probé, hasta hartarme, toda clase de administradores de ventanas en un sistema gráfico estable y agradable. Había para todos los gustos.
No mucho tiempo después, y movido por una incipiente curiosidad
hacia el tema del software libre, empecé a jugar con otras
distribuciones: Mandrake, Suse, Hispafuentes... y, al final,
Debian (bajo Linux, y bajo Hurd más tarde). Debian me proporcionó una estabilidad a prueba de bomba, que no hubiese cambiado por el software novedoso que contenían las restantes distribuciones, y, sobre todo, un
sistema de actualización de paquetes que me pareció y me sigue pareciendo una joya para el usuario. Hoy en día la tengo instalada en tres ordenadores, entre los cuales se encuentra un portátil de Apple. Porque otra de las virtudes de Debian es que puede instalarse en diferentes arquitecturas.
A un tiempo que profundizaba en los conocimientos técnicos, me iba
haciendo poco a poco más consciente del pensamiento que estaba detrás
de estas tecnologías. De que "free" no quiere decir sólo, ni
principalmente, "gratis", sino "libre". De que es posible crear algo
tan complejo como estos sistemas gracias a la sola colaboración
---muchas veces desinteresada--- de un montón de personas. De que
algunos, incluso, fomentan estos desarrollos sin intención comercial
alguna, etc, etc, etc.
Y ahora, son estas razones, digamos, filosóficas, las que valoro
por encima de cualesquiera otras, porque me hacen pensar que, aun con
todos los matices que se quiera, todavía hay ingenuidad e imaginación
suficientes como para llevar a cabo un proyecto colectivo basado en la
libertad y en el libre intercambio de ideas y de conocimientos.
Ser libre no es pensar o hablar sesudamente sobre el concepto de
libertad y sus nociones afines. Ser libre es querer serlo en un obrar
desde y por la libertad, dentro de una comunidad de respeto y
colaboración.
Creo que el software libre encarna de modo especialmente notable
este tipo de vida "filosófica". Y la reflexión sobre sus propuestas,
logros y acaso ---por qué no decir también--- contradicciones debería
ser objeto prioritario de atención (¡y de praxis!) por parte de todo
hombre de letras preocupado realmente por el devenir actual de nuestra
cultura.
¡Así es que, hombres de letras ---como yo---, legos de toda laya,
---como yo---, el mundo del software es más amplio de lo que creéis,
de lo que os han hecho creer. El software libre está también ahí para
todos vosotros!
La única disculpa para negarse furiosamente, con decisión
inamovible, a usarlo es la pereza, o, peor, la ignorancia; ésa, la más
ignominiosa de todas: la de creer saber lo que no se sabe.
Continuará :-)